sábado, 21 de marzo de 2020

El Cielo Sos Vos

#
Ahora ya no puedo evitar pensar en vos
Se me hace muy difícil, desde que volví a verte
La sonrisa que ilumina todo alrededor
Desde aquel momento en que pude conocerte

#
Una frase tuya basta, para recordarte
Y la energía que transmitís aún distante
Espero que nunca sea tarde para amarte
Lo que siento, en el tiempo, se hace constante

El cielo es siempre testigo,
del amor que me cuesta confesarte
El cielo es lo más próximo que tenemos,
de conocer el infinito
El cielo es infinito
El cielo sos vos

#
En tiempos donde el mundo entero, quién sabe
Donde no se sabe cuando termina esta batalla
Lográs estar cerca, como nadie más sabe
En cielo y tierra, derretís toda muralla

#
Que esa luz siempre brille, en todo momento
Que esa sonrisa sea más y más grande
Aunque nos cueste, todo este tiempo
El tiempo es tan solo un instante

lunes, 4 de noviembre de 2019

Las que teníamos

Cuando un hombre se despierta a la mañana, y todavía inconsciente para el reloj despertador cuyo taladro no acompaña el color del alba, sabe que el día anterior quedó atrás y que, aunque siempre acompañe, ya no vuelve. Tal vez no reconoce la cama, ni los besos y abrazos en ella dibujados, pero no la cambiaría por nada. De todas formas, todos aquellos dibujos podrán pintarse en el nuevo día, y si los bordes o las siluetas se corrieron un poco, sabe que siempre cuenta con aquél bloc de notas con mil y una páginas en blanco esperando llenarse de tinta china.

Cuando un hombre se levanta siempre hay tiempo para reconocimientos y desaciertos que, si bien lo son y de importancia, dibujan la primera sonrisa del día. Reconocimientos...porque anoche no le dijeron quién era. Desaciertos...porque todo es muy relativo y así se lo hicieron saber. Pocas horas de sueño son suficientes para sonreírle a los errores, recitar un verso en tu cintura, calentar agua, afeitarse, ponerse el mejor traje, peinarse cuidadosamente y hacer el amor como si mañana no sonara el reloj -mañana no existe-, porque el whisky no espera -la embriaguez tampoco- y en café sabe mejor.

Cuando un hombre sale a la calle reconoce a mucha gente a través de sus miradas, sin saber los nombres, y reconoce en ellas dónde arriesgar. Porque el día siempre es largo y batallador, pero la noche dura más, y más dura es. Salir a la calle no es solo un acting, un puente a la hora de la verdad; es salir a ganar, sin vacilaciones. Porque cada minuto es la hora de la verdad, y siempre se puede hacer la diferencia. Porque más que saber lo que debe hacer y seguir aquella agenda bien planificada y desdibujada, le importa -o seduce- el as bajo la manga, el guiño no esperado y el old fashioned invitado.

Cuando atardece y cae la noche, un hombre, lee un libro de Kerouac, porque en la carretera se atreve a replantearse el tiempo perdido -perdido?-, la generación perdida. Replantearse...que no es poco. La prosa puede ser tan espontánea como la vida. Y recitando versos, por otro escritos, así finaliza...cuando el día termina empieza para él. En la barra de un bar, solo él y ella -tiene varios nombres-, la soledad en tela de juicio, un par de copas, relojes, Cortázar y la duda de si el amor es o no como un rayo que atraviesa el corazón. Siempre relojeando justificando, tal vez erróneamente, que es por lo imprescindible de rehuir de aquello que, tal vez bien sospechamos, nos imanta. Siempre sobran mundos por descubrir, siempre uno cae bien parado. Una cosa lleva a la otra, y cuando un hombre no es un aprendiz, es un farsante. 

Cuando un hombre entra a una habitación, lleva consigo su vida. Él tiene un millón de motivos para estar en cualquier lugar, preguntale. Si prestás atención te dirá cómo llegó ahí, cómo se olvidó de hacia dónde iba, y luego solo despertó. Si escuchás, te contará de la época en que pensaba que era un ángel, o en la cual soñaba con ser perfecto y, luego, esbozará una sonrisa astuta. Satisfecho de sospechar haber comprendido que el mundo no es perfecto. Somos defectuosos porque siempre queremos más. Estamos perdidos porque logramos cosas, pero...anhelamos las que teníamos. 

domingo, 30 de junio de 2019

Noche de Invierno

El orgullo siempre clasifica a semifinales. Si bien en los noventa minutos podemos arañar -sacrificadamente- un empate, en penales siempre termina ganando, atajándonos un par o pifiándole nosotros al arco.

Y hay que volver a casa eliminados, cada uno por su lado, aguantando esas ganas -individuales pero también conjuntas- de ser más, de decir la última palabra, de tirar el último beso... y esperar otras, y otros. Como si todo debiera ser un ida y vuelta eterno en esto que de entrada sabemos -pero olvidamos- no tiene ningún tipo de eternidad. Y el partido es solo de ida. 

Mientras volvemos, cada uno por su cuenta en una estación diferente, nos distrae del presente que no queremos la espera de que un pibe tenga la voluntad de darnos sus caramelos de cumpleaños que más le gustan... y qué difícil negocio, qué podríamos darle a cambio? Una sonrisa viene bien.

Tal vez una espera más realista sería por ejemplo la que hacemos cuando -copa en mano- nos vemos venir con poca ropa y poco líquido en el interior de una fina botella de vidrio traslúcido. Poca ropa y poco vino, pero mucha -otra vez- sonrisa y esto -sabemos- toda la falta compensa. La sonrisa siempre está, no? Qué podría faltar entonces.

Podría faltar la sinceridad. Porque hoy nos debemos al orgullo que todo lo reprime, porque es mejor amo y -creemos- nos paga mejor a la larga. De lo último no estoy muy seguro, eh. Nos separa y alarga las noches, cuando las que nos gustan a nosotros son más bien cortas e intensas en mi casa, o en la tuya, o en la ribera de un lago, que esta noche -desde acá- nos queda un poco, algo, lejos.

Al llegar cada uno a su casa no puede encontrar -entonces- más que, de cena un asado pasado, en la heladera no hay más que una birra, los postres se pasan de dulces... y aunque mañana podemos dormir hasta el mediodía -y más, si queremos-, vuelve a hacer frío y el pronóstico avisa que llueve.

Y otra vez todo este sinsentido interminable, porque vos allá y yo acá. Pero eso sí; felices -felices?- y victoriosos con el orgullo, a un paso de la final.

Sin saber que esto no es más que globos sin explotar en aquél cumpleaños del pibe.

Sin saber que esto no es más que tener solo un último trago y estar desabrigados en el patio, con las mismas musas inspiradoras presentes desde lejos.

Todo un trajín -un viaje físico, mental y espiritual- que resulta un poco más que imperdonable. 

Y en una noche de invierno.


jueves, 31 de enero de 2019

La cabellera del galeón

Zarpaba la nave y zarpaba la noche. A luz de sol cuesta estacionar. A luz de luna no tanto, y lo que cuesta es desamarrarse o desprender el ancla del fondeadero y partir, pero después resulta fácil cruzar el océano. Y al llegar, al atracar, navega la duda de si hay que bajar las mochilas y llevarlas, cargarlas en el viaje a pie, o mejor dejarlas en la cubierta, pensando en algún momento volver y que sigan estando.

Zarpa la nave y cae la noche, y se cruza el océano. No se mira atrás, ni a los costados, porque de alguna forma intuitiva se agudizan los sentidos y avisan que nada hay a lo lejos. No hay mejor momento para hacer mesa y tiempo con otros piratas también desconocidos, entre comidas, bebidas, juegos de azar, gritos y cantos. No habría mejor momento... hasta que baja a la bodega esta gitana infernal, la de la cabellera -larga, lacia, rubia- del galeón, antes de hacerse visible una sonrisa detrás de ella, la del pirata cojo.

No precisa carta de presentación, está todo dicho, siempre llega de prepo.

El negro puede ser un color que quede perfecto, se ve. 

Y entonces ya no es el mejor momento para compartir. Y entonces todo alrededor se detiene, todo ruido y movimiento. Y los demás piratas están demás. También las mesas, el océano, y otros barcos que no se ven pero a veces se escuchan a lo muy lejos y devuelven la realidad. Y la pena se apodera del marinero en Marseille. El deseo y el no poder, tiran los dados. Y el no entender y el sonreír de que igual suceda, igualaron en par de ases y se toman otra cerveza.

Todo esto mientras el gallego viejo, de barba y pañoleta, que atiende el bar, sonríe. Apura y cobra, pero bien. La noche avanza -aunque no parece- sin detenerse y él quiere cerrar, parece.

Esta gitana tiene que irse, aún con el océano en calma, llevando detrás de sí ninguna mueca pero mirada profunda. También aleja el largo lacio rubio y el vestido negro, perfectos. Mientras el marinero se descubre -tal vez sin querer pero sí disfrutándolo- tarareando el himno de este galeón, y pensando que podría elegir una buena oración que rezarle:

"Seré heraldo de buenas noticias solo si te quedás, un rato más..."

Qué va a ser, otro girar de dados en la noche... salvados por la campana.

miércoles, 9 de enero de 2019

La misma antigua Luna

Esta luna es otra, no es la que conocemos. Bah, en rigor es la misma, pero diferente.

Ya no está dorada, clara, brillante y llena en un fondo liso de azul oscuro, dinámica, siguiéndonos de cerca. Sino que esta vez está más o menos nueva, creciendo en un nuevo comienzo, turbia, en un fondo negro más bien entre nieblas y humo, en un amarillo tímido de brumas alrededor pero bronceándose mientras sube a lo alto, estática, acompañando de lejos, mirando.

Por eso ya no es la misma. Ya no es la misma luna, aunque siempre atestigua.

Pero tampoco lo son los lugares, puestos, puertos, puentes, vallados, bancos, barcos. Tampoco lo son las esperas, ni las personas que no conocemos, ni el caminar. Tal vez tampoco nosotros seamos los mismos. Y podría decirse que tampoco el tiempo, un poco en exceso.

Pero tampoco lo son las estaciones. Conocimos el otoño, el invierno y la primavera -sí, no todo fue primavera-, pero no el verano. No el calor húmedamente insoportable, el sol, el parcialmente nublado, las lluvias que deberían ser pero que no son, las que sí son, imprevistas, impredecibles, impensadas. También -no conocimos- las pronosticadas, las planificadas, las que nos encuentran con el paraguas en mano. No conocimos el día corto con las noches largas, tampoco el tiempo y espacio para ser como siempre quisimos.

Pero no es lo que importa el desconocer o no haber conocido. Importa más el tiempo en exceso que ya no da para conocer, y que -sin embargo- nos arrastra a lugares donde tal vez no quisiéramos ir. Importa más el tiempo en exceso que nos viene a prepotear, desafiándonos.

Esta luna, tal vez como todo -quién sabe-, tiene su ciclo. Pero, porqué recomenzar como ella.

Porqué elegir ser parte de un todo que prepotea y arrastra, tachándonos y destachando, buscando con lupas entidades y trampas lógicas que no existen. Buscando... buscándonos -porque las cosas no son lo que son, sino lo que somos-. Porqué elegir el tiempo en exceso. Porqué no salirse de esta rueda que gira sin preguntar.

Porqué no elegir que falte el tiempo pero que no falten las risas ni los besos, el mirar todo desde afuera y con la misma antigua luna que siempre atestigua, con nuestros nosotros mismos, con los mismos bancos y los mismos atardeceres, con el mismo río y con los mismos vinos. 

O porqué, sencillamente, no dejamos de maravillarnos con la Luna.

Porque no se puede.

domingo, 16 de diciembre de 2018

Pestañeo

Cuando cerramos los ojos pasamos a formar parte de un todo, todos. Compartimos la misma oscuridad, el mismo silencio, o por ahí el cantar de algunos pájaros a los lejos. Nos conectamos a través de alguna cosa que no es éter pero debe ser algo parecido. Nos reconocemos como solamente unos cuantos puntos en el universo que innecesariamente gastan vida buscándole explicaciones a las cosas, cuando quién sabe si realmente las tienen, si realmente importan.

Cuando cerramos los ojos nada más importa, y debe ser lo único que valga algo en este sin sentido, o tal vez lo único que realmente lo tenga. Entendemos que la música es música, no por el sonido, sino por sus silencios. Y la vida es vida por sus pausas y no por sus prisas.

Cuando abrimos los ojos volvemos a la realidad pero modificada, con nuevos aires, nuevas intenciones, nuevas ganas. O la realidad solo se presenta ante nosotros, tal cual es, cuando cerramos los ojos?. Es posible, porque el tiempo transcurre de otra manera, aprovechamos cada segundo, y notamos el valor de cada uno de ellos.

Cuando abrimos los ojos notamos que en realidad no hay prisa, que no la necesitamos. Que el tiempo realmente no transcurre apresurado, sino nosotros, y para qué?.

Todo es, se deshace y vuelve a ser. Todo sobrevive, todo se transforma, pero sigue siendo, estando. Todo vuelve a estar ahí, exactamente donde lo dejamos, pero tal vez modificado, adaptado a la nueva realidad, y que segundo a segundo es otra nueva. Tal vez no era mentira la segunda ley de la termodinámica. Pero seguimos, no se acaba, no se agota. Tiempo hay. Tiempo hay?.

Cuando cerramos los ojos, podría ser domingo por la tarde y nos permitimos una pausa para tomar impulso. Nos permitimos ser arrastrados por la inercia, entendemos que por momentos está bueno permitirnos una especie de modo "ahorro de energía" y que está bien igual. Por momentos está bueno que la inercia gane, mientras recuperamos fuerzas.

Cuando abrimos los ojos, notamos que todo es un pestañeo, una bocanada de aire fresco, que mucho más -en este universo- no hay. Que podría ser lunes y todo vuelve a comenzar.

Cuando cerramos los ojos nos acercamos.

Cuando abrimos los ojos nos damos tregua.

martes, 13 de noviembre de 2018

África

Lo que Stevenson no nos cuenta en su novela es de aquella salida de Hyde, bien entrada la noche, aquél día en que ya no sentía que pertenecía a algún lugar sino que por el contrario todos los lugares, todos sus espacios, ya le habían sido arrebatados.

En esa noche bien inglesa, entre humos y neblinas, escapándose de todo se encontró con una cúpula abandonada y oscura, solo alumbrada a la penumbra de la luna.

Se detuvo unos minutos antes de entrar, enfrente, a contemplar el edificio abandonado creyendo que podía haber guardias custodiando aquél lugar. Era una cúpula sostenida por varios pilares pintados de rojo hacía ya mucho tiempo, y en su interior se encontró con habitaciones alrededor.

Antes de pasar frente a la puerta de la primera había un espejo que llegaba hasta el suelo, donde pudo mirarse y vio que -si bien se sentía Hyde- tenía el aspecto de Jekyll. Al principio se vio sobresaltado por esta imagen que no lograba entender pero supuso que se debía a algún mecanismo ciertamente mágico de aquél espejo antiguo con la superficie llena de una fina capa de polvo.

Al abrir esta puerta se encontró con un señor de camisa negra, en un cuartito muy pequeño, que dormía o fingía que dormía, con la rosa de Coleridge en la mano. Cerró la puerta de golpe y prefirió no volver a abrir ninguna, en cierta forma se había sentido identificado con este señor y eso le produjo una rara sensación de miedo y extrañeza.

Decidió recorrer en el interior de la cúpula pasando frente a todas las puertas sin volver a abrir ninguna. Cuando llegó a la última, que completaba el círculo interior y le conducía a la salida -le devolvía a la entrada porque éstas coincidían- no pudo resistirse a la tentación de abrirla, de todos modos era la última y ya estaba saliendo. Cuando la abrió fue grande su sorpresa, para no decir susto, porque se encontró con el mismo señor de camisa negra de la primera puerta, durmiendo o fingiendo que dormía.

Se preguntó qué significaba esta escena, quién era este señor, que se repetía en la primera y última habitación. Hasta que pudo notar que estas puertas eran en realidad la misma, y la cúpula en realidad era un círculo de una sola puerta, no solo la primera y la última coincidían, sino todas ellas entre sí.

A la salida se encontró con otro espejo que también llegaba hasta el suelo, y le dio mucha intriga mirarse porque durante el trayecto a través del interior de la cúpula había sentido haber pasado por alguna inexplicable transformación, ya no se sentía Hyde, sino que reconoció que en algún momento en la mitad del trayecto en el interior había mutado -sin explicación alguna- a Jekyll.

Cuando se paró frente al espejo, fue mayor el asombro todavía, con la confirmación de su sensación, porque pudo notar que ahora ya tenía la apariencia del cuerpo de Hyde...y siendo, conscientemente, Jekyll. Es decir, ocurría exactamente lo contrario a lo que había pasado con aquél primer espejo.

Al salir apresuradamente, ante estas visiones demasiado extrañas, pudo ver que la luna no se había movido, seguía en el mismo lugar en el que estaba anteriormente y tenía la misma forma de antes, al bajar la mirada pudo notar que estaba en un lugar que no conocía, en el medio de nada, estaba en África.

Volvió la mirada atrás y la cúpula ya no estaba, se había esfumado, creyó que había sido un mal sueño pero tenía aquella rosa en la mano.

Y se preguntó qué fue lo que pasó en el interior de la cúpula y si el tiempo había transcurrido realmente. Y se miraba, y miraba, y ya no encontraba diferencia alguna entre Hyde y Jekyll. Además, no sabía cómo volver a Inglaterra, ni en qué forma o apariencia prefería hacerlo.

Stevenson esto no nos cuenta, que Hyde en cuerpo de Jekyll atraviesa de noche un laberinto -de muchas puertas que eran una sola- y termina como Jekyll en cuerpo de Hyde (sin notar la diferencia) en África, en un abrir y cerrar de ojos. Y que no sabe cómo volver atrás, a su lugar -que ya no era-. Y que le resulta indiferente la apariencia, porque ya daba lo mismo.

Stevenson no nos cuenta. Al final Jekyll, en cuerpo de Hyde, se encuentra perdido a la salida de un laberinto, con una rosa en la mano, sin entender que pasó, en África.