lunes, 4 de noviembre de 2019

Las que teníamos

Cuando un hombre se despierta a la mañana, y todavía inconsciente para el reloj despertador cuyo taladro no acompaña el color del alba, sabe que el día anterior quedó atrás y que, aunque siempre acompañe, ya no vuelve. Tal vez no reconoce la cama, ni los besos y abrazos en ella dibujados, pero no la cambiaría por nada. De todas formas, todos aquellos dibujos podrán pintarse en el nuevo día, y si los bordes o las siluetas se corrieron un poco, sabe que siempre cuenta con aquél bloc de notas con mil y una páginas en blanco esperando llenarse de tinta china.

Cuando un hombre se levanta siempre hay tiempo para reconocimientos y desaciertos que, si bien lo son y de importancia, dibujan la primera sonrisa del día. Reconocimientos...porque anoche no le dijeron quién era. Desaciertos...porque todo es muy relativo y así se lo hicieron saber. Pocas horas de sueño son suficientes para sonreírle a los errores, recitar un verso en tu cintura, calentar agua, afeitarse, ponerse el mejor traje, peinarse cuidadosamente y hacer el amor como si mañana no sonara el reloj -mañana no existe-, porque el whisky no espera -la embriaguez tampoco- y en café sabe mejor.

Cuando un hombre sale a la calle reconoce a mucha gente a través de sus miradas, sin saber los nombres, y reconoce en ellas dónde arriesgar. Porque el día siempre es largo y batallador, pero la noche dura más, y más dura es. Salir a la calle no es solo un acting, un puente a la hora de la verdad; es salir a ganar, sin vacilaciones. Porque cada minuto es la hora de la verdad, y siempre se puede hacer la diferencia. Porque más que saber lo que debe hacer y seguir aquella agenda bien planificada y desdibujada, le importa -o seduce- el as bajo la manga, el guiño no esperado y el old fashioned invitado.

Cuando atardece y cae la noche, un hombre, lee un libro de Kerouac, porque en la carretera se atreve a replantearse el tiempo perdido -perdido?-, la generación perdida. Replantearse...que no es poco. La prosa puede ser tan espontánea como la vida. Y recitando versos, por otro escritos, así finaliza...cuando el día termina empieza para él. En la barra de un bar, solo él y ella -tiene varios nombres-, la soledad en tela de juicio, un par de copas, relojes, Cortázar y la duda de si el amor es o no como un rayo que atraviesa el corazón. Siempre relojeando justificando, tal vez erróneamente, que es por lo imprescindible de rehuir de aquello que, tal vez bien sospechamos, nos imanta. Siempre sobran mundos por descubrir, siempre uno cae bien parado. Una cosa lleva a la otra, y cuando un hombre no es un aprendiz, es un farsante. 

Cuando un hombre entra a una habitación, lleva consigo su vida. Él tiene un millón de motivos para estar en cualquier lugar, preguntale. Si prestás atención te dirá cómo llegó ahí, cómo se olvidó de hacia dónde iba, y luego solo despertó. Si escuchás, te contará de la época en que pensaba que era un ángel, o en la cual soñaba con ser perfecto y, luego, esbozará una sonrisa astuta. Satisfecho de sospechar haber comprendido que el mundo no es perfecto. Somos defectuosos porque siempre queremos más. Estamos perdidos porque logramos cosas, pero...anhelamos las que teníamos. 

domingo, 30 de junio de 2019

Noche de Invierno

El orgullo siempre clasifica a semifinales. Si bien en los noventa minutos podemos arañar -sacrificadamente- un empate, en penales siempre termina ganando, atajándonos un par o pifiándole nosotros al arco.

Y hay que volver a casa eliminados, cada uno por su lado, aguantando esas ganas -individuales pero también conjuntas- de ser más, de decir la última palabra, de tirar el último beso... y esperar otras, y otros. Como si todo debiera ser un ida y vuelta eterno en esto que de entrada sabemos -pero olvidamos- no tiene ningún tipo de eternidad. Y el partido es solo de ida. 

Mientras volvemos, cada uno por su cuenta en una estación diferente, nos distrae del presente que no queremos la espera de que un pibe tenga la voluntad de darnos sus caramelos de cumpleaños que más le gustan... y qué difícil negocio, qué podríamos darle a cambio? Una sonrisa viene bien.

Tal vez una espera más realista sería por ejemplo la que hacemos cuando -copa en mano- nos vemos venir con poca ropa y poco líquido en el interior de una fina botella de vidrio traslúcido. Poca ropa y poco vino, pero mucha -otra vez- sonrisa y esto -sabemos- toda la falta compensa. La sonrisa siempre está, no? Qué podría faltar entonces.

Podría faltar la sinceridad. Porque hoy nos debemos al orgullo que todo lo reprime, porque es mejor amo y -creemos- nos paga mejor a la larga. De lo último no estoy muy seguro, eh. Nos separa y alarga las noches, cuando las que nos gustan a nosotros son más bien cortas e intensas en mi casa, o en la tuya, o en la ribera de un lago, que esta noche -desde acá- nos queda un poco, algo, lejos.

Al llegar cada uno a su casa no puede encontrar -entonces- más que, de cena un asado pasado, en la heladera no hay más que una birra, los postres se pasan de dulces... y aunque mañana podemos dormir hasta el mediodía -y más, si queremos-, vuelve a hacer frío y el pronóstico avisa que llueve.

Y otra vez todo este sinsentido interminable, porque vos allá y yo acá. Pero eso sí; felices -felices?- y victoriosos con el orgullo, a un paso de la final.

Sin saber que esto no es más que globos sin explotar en aquél cumpleaños del pibe.

Sin saber que esto no es más que tener solo un último trago y estar desabrigados en el patio, con las mismas musas inspiradoras presentes desde lejos.

Todo un trajín -un viaje físico, mental y espiritual- que resulta un poco más que imperdonable. 

Y en una noche de invierno.


jueves, 31 de enero de 2019

La cabellera del galeón

Zarpaba la nave y zarpaba la noche. A luz de sol cuesta estacionar. A luz de luna no tanto, y lo que cuesta es desamarrarse o desprender el ancla del fondeadero y partir, pero después resulta fácil cruzar el océano. Y al llegar, al atracar, navega la duda de si hay que bajar las mochilas y llevarlas, cargarlas en el viaje a pie, o mejor dejarlas en la cubierta, pensando en algún momento volver y que sigan estando.

Zarpa la nave y cae la noche, y se cruza el océano. No se mira atrás, ni a los costados, porque de alguna forma intuitiva se agudizan los sentidos y avisan que nada hay a lo lejos. No hay mejor momento para hacer mesa y tiempo con otros piratas también desconocidos, entre comidas, bebidas, juegos de azar, gritos y cantos. No habría mejor momento... hasta que baja a la bodega esta gitana infernal, la de la cabellera -larga, lacia, rubia- del galeón, antes de hacerse visible una sonrisa detrás de ella, la del pirata cojo.

No precisa carta de presentación, está todo dicho, siempre llega de prepo.

El negro puede ser un color que quede perfecto, se ve. 

Y entonces ya no es el mejor momento para compartir. Y entonces todo alrededor se detiene, todo ruido y movimiento. Y los demás piratas están demás. También las mesas, el océano, y otros barcos que no se ven pero a veces se escuchan a lo muy lejos y devuelven la realidad. Y la pena se apodera del marinero en Marseille. El deseo y el no poder, tiran los dados. Y el no entender y el sonreír de que igual suceda, igualaron en par de ases y se toman otra cerveza.

Todo esto mientras el gallego viejo, de barba y pañoleta, que atiende el bar, sonríe. Apura y cobra, pero bien. La noche avanza -aunque no parece- sin detenerse y él quiere cerrar, parece.

Esta gitana tiene que irse, aún con el océano en calma, llevando detrás de sí ninguna mueca pero mirada profunda. También aleja el largo lacio rubio y el vestido negro, perfectos. Mientras el marinero se descubre -tal vez sin querer pero sí disfrutándolo- tarareando el himno de este galeón, y pensando que podría elegir una buena oración que rezarle:

"Seré heraldo de buenas noticias solo si te quedás, un rato más..."

Qué va a ser, otro girar de dados en la noche... salvados por la campana.

miércoles, 9 de enero de 2019

La misma antigua Luna

Esta luna es otra, no es la que conocemos. Bah, en rigor es la misma, pero diferente.

Ya no está dorada, clara, brillante y llena en un fondo liso de azul oscuro, dinámica, siguiéndonos de cerca. Sino que esta vez está más o menos nueva, creciendo en un nuevo comienzo, turbia, en un fondo negro más bien entre nieblas y humo, en un amarillo tímido de brumas alrededor pero bronceándose mientras sube a lo alto, estática, acompañando de lejos, mirando.

Por eso ya no es la misma. Ya no es la misma luna, aunque siempre atestigua.

Pero tampoco lo son los lugares, puestos, puertos, puentes, vallados, bancos, barcos. Tampoco lo son las esperas, ni las personas que no conocemos, ni el caminar. Tal vez tampoco nosotros seamos los mismos. Y podría decirse que tampoco el tiempo, un poco en exceso.

Pero tampoco lo son las estaciones. Conocimos el otoño, el invierno y la primavera -sí, no todo fue primavera-, pero no el verano. No el calor húmedamente insoportable, el sol, el parcialmente nublado, las lluvias que deberían ser pero que no son, las que sí son, imprevistas, impredecibles, impensadas. También -no conocimos- las pronosticadas, las planificadas, las que nos encuentran con el paraguas en mano. No conocimos el día corto con las noches largas, tampoco el tiempo y espacio para ser como siempre quisimos.

Pero no es lo que importa el desconocer o no haber conocido. Importa más el tiempo en exceso que ya no da para conocer, y que -sin embargo- nos arrastra a lugares donde tal vez no quisiéramos ir. Importa más el tiempo en exceso que nos viene a prepotear, desafiándonos.

Esta luna, tal vez como todo -quién sabe-, tiene su ciclo. Pero, porqué recomenzar como ella.

Porqué elegir ser parte de un todo que prepotea y arrastra, tachándonos y destachando, buscando con lupas entidades y trampas lógicas que no existen. Buscando... buscándonos -porque las cosas no son lo que son, sino lo que somos-. Porqué elegir el tiempo en exceso. Porqué no salirse de esta rueda que gira sin preguntar.

Porqué no elegir que falte el tiempo pero que no falten las risas ni los besos, el mirar todo desde afuera y con la misma antigua luna que siempre atestigua, con nuestros nosotros mismos, con los mismos bancos y los mismos atardeceres, con el mismo río y con los mismos vinos. 

O porqué, sencillamente, no dejamos de maravillarnos con la Luna.

Porque no se puede.